martes, 5 de junio de 2018

De fiesta...

Estaba pensando y no quería escribir. Me daba miedo olvidar mi foco. Y he dejado de pensar, para encerrar mi primer pensamiento, sin dar paso al segundo. Y aquí estoy, escribiendo. He bebido bastante, creo que más que nunca, pero no estoy borracho. Ni siquiera me asomo a estarlo. He comido más. El cuerpo es demasiado sabio. No me permite un desequilibrio de la voluntad, siempre y cuando lo compense con un equilibrio fisico. Mucha bebida, mucha comida. Me gusta conocerme.

He bailado mucho. Nunca supe bailar. Y he estado muy cerca de gente muy desconocida. No les había visto en mi vida, y a muchos de ellos no les volveré a ver, pero he bailado con ellos. He compartido movimientos vergonzosos que me costaría enseñar a verdaderos amigos en situaciones diferentes. Pero son situaciones diferentes, supongo. He bailado muy cerca de estos desconocidos, pero estoy muy lejos de ellos. Les toco, les abrazo, les sonrío, incluso les grito al oído, pero estoy tan lejos... Y, sin saber muy bien por qué, he seguido bailando. Como se que bailo mal, estoy pendiente de no hacer movimientos bruscos que puedan llamar la atención de los que me rodean y la fijen en mi torpeza bailonga. Evito el centro de los círculos, de la misma forma inconsciente en la que esquivo el centro de mi persona. Pero luego he entrado. Por un momento, he dado rienda suelta al pensamiento de bailar con los ojos cerrados, sin importarme lo que pueda entrar por ellos. Los he cerrado y, desgraciadamente, todo ha cambiado. Mi baile era distinto. No lo veía, pero sé que lo era. La descoordinación dejaba de importarme, y liberaba partes del cuerpo que no sabía que querían bailar, pues nunca las había escuchado, porque siempre estaba con los ojos abiertos.

De pronto, he despegado mis párpados, y me he encontrado fuera del círculo, pero dentro de mí. Y he querido bailar libre, esta vez con los ojos abiertos, pero no lo he conseguido.

jueves, 10 de mayo de 2018

Espejo


Hoy me he mirado en el espejo. Pero no para cepillarme los dientes, ni para mirarme un grano o quitarme un pelo. No, hoy me he mirado en el espejo como nunca antes lo había hecho. Hoy me he mirado a los ojos.

Y ha sido... no sé, ha sido nuevo.

Al principio me ha entrado vergüenza. No lo entiendo. Como cuando te cruzas la mirada con la niña en la que te has fijado, y rápidamente la apartas inútilmente convencido de que no te ha visto mirarla. Así me he sentido yo al verme. Pero luego me he dado cuenta de que era yo a quien miraba, y no he encontrado motivos para avergonzarme.

O sí... No lo sé.

Ha sido nuevo.

Luego me he enfrentado a mí, y me he preguntado quien era, y qué quería hacer con mi vida. De pronto, me he proyectado en la puerta del edificio de mi trabajo, poniendo a prueba mi cuello buscando el final del rascacielos*, preguntándome si eso era lo que quería hacer con mi vida -como me sugirió una amiga el otro día-, si ahí quería estar y si ese iba a ser yo en un futuro. Luego, sin llegar a responder, me he visualizado entrando en el edificio, un día más. 

Y he seguido mirándome. Me costaba. Me intimidaba verme. No tenía escapatoria. No podía ocultarme nada, era yo.

No podía fingir, me conocía demasiado bien, y en caso de que hubiera fingido, no me lo habría creido.

Y he seguido mirándome, y me ha dado miedo el poder de una mirada. Me ha parecido gigante, un mundo. Aquellos iris tenían más colores que un triste y seco marrón, como pensaba que eran mis ojos. Iris que advertían de la inmensa fuerza a la que rodeaban: mis pupilas, más oscuras que nunca. Eran dos agujeros negros en los que no me atrevía a entrar por miedo a no poder salir.

Y me he dado cuenta de que no miro. Nunca. No entro en nuevos mundos, sino que veo rostros desde el mío, nada más. Y me ha dado pena.

De pronto, todo parecía tan fácil. No hacía falta hablar para entender.

Tan solo había que mirar.











*Nota: ¿Será que construimos hacia arriba para huir de la crudeza de lo terrestre? O ¿es que nos identificamos con esa altura y nos creemos por encima del resto? Ojalá solo sean edificios.

domingo, 1 de octubre de 2017

Que nos queramos más

Tengo 21 años y acabo de volver de un viaje al que no debería haber ido. O eso creía.
Hace unos meses estaba hablando con un amigo sobre qué iba a hacer en verano, y me propuso hacer un voluntariado en Colombia. Nunca había hecho uno, y sé que estas cosas te hacen buen currículum, así que me lancé a la aventura sin saber muy bien lo que me esperaba. Y desde luego, no era esto.

En cuanto llegué al avión comencé a sentir el vértigo que poco tenía que ver con la altura geográfica que íbamos alcanzando. Sólo veía caras nuevas. En muchos de ellos identificaba una ignorancia acerca del viaje parecida a la que yo sentía. Lo primero que observé fue que, a pesar de lo numeroso que era el grupo (180 universitarios), eran muy pocos los que se conocían entre sí. Sin embargo, en cuanto preguntabas a alguien si era del grupo y te decía que sí, enseguida había una conexión.

Conforme iba avanzando el viaje, no dejaba de sorprenderme cada cosa que veía. Todo era nuevo. Todas las mañanas las pasábamos en diferentes barrios marginales visitando a familias y jugando con los niños del barrio. No había día en el que no te contaran que el hermano o el esposo había sido asesinado, o que el padre les había abandonado o les maltrataba. Historias que te dejaban el corazón en un puño. Y yo, sólo estaba con ellos. No hacía mucho más. Al parecer, en eso consistía nuestra labor, en escuchar, acompañar y aprender. Pues lo cumplía al pie de la letra. Me quedaba escuchando con atención la vida de estas personas. De vez en cuando, sobre todo las primeras semanas, decía algún consejo que pensaba podía ayudar, pero no era gran cosa. Principalmente, acompañaba y escuchaba. Yo creo que era como mejor les podía ayudar.

Pero mi desconcierto, más allá de estos dramas matutinos que tanto me removían y animaban a actuar, era el del trato entre nosotros. Por la tarde siempre había algo que hacer. A veces íbamos a Santa Marta, o a la playa, o había revolcadero (una conversación introducida con un tema que luego se debatía), o visitábamos algún barrio con el que se había sintonizado especialmente. Y todo, desde el favor más grande hasta el detalle más insignificante, era especial. No sabría decirte por qué. Cada día aprendía varios nombres, y conocía a gente muy diferente. Y me encantaba.

Un día, me desperté antes de lo normal, y fui a la capilla antes de desayunar. Me encontré a 20 personas rezando el rosario. Yo hacía años que no lo escuchaba, pero recuerdo que en el colegio alguna vez lo habíamos rezado. En las oraciones del final, algo no encajaba. Después de cada “Santa María”, “Virgen prudentísima” y esas cosas, todos contestaban “que nos queramos más”. Llevaba tiempo sin rezarlo, sí, pero recordaba que aquella no era la respuesta. No entendía nada. Pero ellos, una y otra vez, con cada palabra que le decían a la Virgen, lo mismo: “que nos queramos más”, “que nos queramos más”.

El mes en Colombia seguía transcurriendo y yo como un niño admirado con cada persona, con cada gesto, con cada fiesta, las cuales también tuvieron algo que enseñarme. Hicimos varias fiestas, pero no fueron normales. Bailábamos, cantábamos y nos gritábamos para poder hablar entre nosotros, pero eran diferentes. Me di cuenta tarde, pero me dio que pensar el día en el que vi a un grupo de personas preparando la fiesta que después iba a disfrutar yo, entre otros. Ya era la tercera en Colombia, pero nunca me había parado a pensar quien las habría organizado. “Las cosas no se hacen, las hace alguien” pensé. Qué envidia de desinterés. Pero mi sorpresa fue mayor cuando al terminar la cena, todos nos levantamos como si lo hubiéramos acordado, y comenzamos a recoger todo para ponernos a bailar. Una tarde entera estuvo este equipo preparando las mesas, la cena, y la decoración. El tiempo que dura una canción tardamos en recoger la misma parafernalia. 180 personas con una coordinación asombrosa moviéndose de un lado para otro limpiando hasta la última esquina. Lo nunca visto. Vi a 180 personas querer.

Esa misma semana me quise fijar en las médicos del viaje. Gabi y Bea, sólo iban al voluntariado cuando les dejábamos. La mínima molestia de alguien ya era motivo para quedarse en el hotel llamando al seguro, acompañar al hospital a cualquiera que lo necesitara o simplemente tranquilizar al enfermo. Nunca se quejaban, y mucho tenías que indagar si querías llegar a enterarte de que ellas también padecían algún malestar. En el caso de Bea, una perforación en el tímpano a la que no prestaba atención para no perder tiempo que poder dedicar a los demás. Estas dos chicas me estaban demostrando lo que era querer.

Otro detalle, otro gesto, otro favor, otra sonrisa… cada signo de entrega estaba ahí, sólo había que darse cuenta. En las excursiones, varios chicos se adelantaban y llegaban los primeros para poder volver corriendo a cargar con las mochilas de los últimos. En los momentos más calurosos donde las bolsitas de agua eran muy preciadas, era frecuente ver al propietario de tan lujosa posesión repartiendo la bebida hasta quedarse sin ella, pero no sin su sonrisa sincera. Jamás veías a alguien tomarse una Coca-Cola él sólo. En las comidas, los platos flotaban de mano en mano hasta llegar al más cansado. Las colas en las paelleras, no eran para que cada uno cogiera su comida, sino para poder coger varios platos que llevar a los demás. Poco a poco iba entendiendo el significado de aquella frase: “que nos queremos más”.

Muchas veces el plan se torcía hasta límites insospechados, pero poco podía cambiar nuestra actitud. Si nos quedábamos sin agua para cocinar, dábamos gracias. Cuando, en cambio, el agua escaseaba a la hora de ducharse, la gente bromeaba con su condición desprendida de toda estética. Me atrevería a decir que las niñas estaban más guapas. En los viajes en bus, había discusiones por quedarse de pie y que se sentaran los demás. Aún recuerdo el día en que se pincharon dos ruedas consecutivamente de un mismo autobús en pleno desierto. Un grupo de chicos se metieron debajo del trasto, alegres como niños por la oportunidad de cambiar una rueda de semejante calibre. Rozaba el absurdo aquel entusiasmo.

Y con la poca perspectiva de esta semana, creo que he entendido el mensaje de aquella mañana. No he rellenado mi currículum, no me siento bien conmigo mismo, ni he calmado mi conciencia, no he hecho una buena obra ni he llenado mi vida de experiencias. Simplemente he descubierto que hay Alguien ahí arriba que está loco por nosotros, hay Alguien que en este mes se ha empeñado en nuestra felicidad, hay Alguien que nos ha enseñado y nos ha dado el regalo de que nos queramos más.

martes, 29 de septiembre de 2015

Una colombiana voluntaria



     -¿A cuál vamos ahora?

     -No sé, antes he elegido yo. Te toca.


     -Está bien. Vamos a esa –señalé sin criterio alguno.


Tras mi dedo índice, se dibujaba una chabola minúscula con paredes de latón y techo de uralita, que parecía se iba a derrumbar de un momento a otro. Ni siquiera unos cimientos salvarían aquellas cuatro paredes en una tarde de lluvia con ventisca algo potente.

Sin embargo, una semana y media vislumbrando valles llenos de hogares con circunstancias similares impedían ahora que nos sorprendiera lo que se presentaba ante nosotros.

     -Agárrate a esta roca, que como te caigas la torta puede ser monumental –me advirtió María con su oportunidad acostumbrada.

     -¡Madre mía! Como no viva aquí un escalador de un 8.000 no entiendo nada –comenté sarcásticamente.

     -Sí, es cierto que tener que subir a tu casa escalando a cuatro patas no debe ser lo más cómodo para vivir –aclaró Marta.

     -Y yo quejándome de vivir en un cuarto piso...

     -Pues ya sabes María, en cuanto llegues a Madrid, a besar los escalones de tu casa – apuntamos entre risas.

Ayudados los unos de los otros, entre rocas y arena resbaladiza, conseguimos llegar a unas escaleras artesanales hechas con neumáticos llenos de tierra colocados hábilmente hasta alcanzar una llanura.

     -Bueno María, prueba a empezar tú esta vez.

     -Está bien, pero vosotros dos a mi lado.

No hizo falta llamar a la puerta. Agarrada a una de las paredes, con el rostro junto a las manos, se presentó una joven con cabello largo y castaño, casi difuminado con el color de la piel, marrón chocolate, que alcanzaba su máxima oscuridad en el iris de sus enormes ojos. Su nariz achatada junto a sus altas mejillas del mismo color, contrastaban con una sonrisa que contagiaba tan solo con mirarla. El torso revelaba una fuerza necesitada probablemente para ayudar a construir y trabajar, y unas anchas caderas presidían las piernas propias de quien tiene un K2 como camino a casa, acorde a sus curtidos pies descalzos y descuidados. Sin dejar de revolotear sus rechonchos dedos de los pies, se dirigió a los tres gringos de enfrente.

     -¡Buenos días!

     -Hola, ¿qué tal? Buenos días –empezó María sin esperar respuesta–, somos un grupo de españoles que hemos venido a Santa Marta a pasar el mes de Julio, vamos visitando las casas de algunos barrios, y esta semana estaremos aquí en...

     -Pasen, pasen. Entren si quieren –cortó la samaria.

Nos encontramos una casa tan pequeña como desvelaba desde el exterior. Tras una pared interna inacabada se descubría lo que podía llamarse una cocina, que también cumplía función
de armario. El resto de la vivienda consistía en un par de camas situadas una enfrente de la otra con dos colchones amarillos agujereados y numerosos peluches, juguetes, medios pares de zapatos y algún vaso de plástico distribuidos por la cama y el suelo. Viendo cómo la joven se sentaba en una de las camas y esperaba lo propio, nos apretamos los tres en uno de los colchones, mientras María continuaba:

     -Muchas gracias, ¿cómo se llama usted?

     -Yisney

Una vida más. Un alma más, esta vez con esa firma tan original: Yisney. La conversación transcurrió como las habituales, le explicamos quienes éramos, cuál era nuestra labor en Colombia y por qué estábamos allí. Nos ilusionó con los sitios que teníamos que visitar, y nos habló de ella y su familia: tenía diecinueve años, sus padres les había abandonado a ella y a sus tres hermanos pequeños hacía tiempo, y ahora se encargaba de ellos como podía. Lo dicho, hasta aquí, nada extraordinario para ser una historia escuchada en Santa Marta. De hecho, nada de lo que salió en la conversación escapaba de lo común. Ninguna historia trágica, por lo menos a la vista. No había familiares asesinados, niñas violadas o en la prostitución. Esta vez no. Esta vez no se trataba del qué, sino del cómo. No impresionaba el contenido, tanto como las formas.

Hablando de nuestros proyectos por el mundo, comentó con una decisión aplastante:

     -Mi sueño es ir Brasil, lo he visto tantas veces en el televisor y es tan hermoso... No podré ir hasta dentro de unos años, pero acabaré yendo. Da igual cómo: iré. Llevaré a mis hermanos si hace falta, a ellos seguro que también les gusta, ¿a quién no le puede gustar un país así? Además, allí las cosas están mucho mejor que acá, de pronto podré encontrar trabajo.

     -Pero... ¿cómo te vas a comunicar allí? –interrumpí intrigado.

     -Llevo dos años estudiando portugués por mi cuenta. Conocí a una monja que sabía hablarlo y le pedí que si me lo podía enseñar. Tres días a la semana, hablo con ella dos horas y lo voy aprendiendo, ya se mantener una conversación bastante bien.

Tras la comprobación de Marta, conocedora del idioma, de su nivel, me vino rápido un pensamiento a la cabeza: “He aquí una mujer que lucha por un sueño. Una mujer que no acepta la realidad en la que vive; se enfrenta a ella, y se dispone a superarla. Es pobre y no tiene nada más que tres críos de los que hacerse cargo, y una casa que se cae a trozos. Le da igual, no es motivo para derrumbarse, es más, es causa de su idealismo.”
No me explicaba este comportamiento: ¿cómo alguien de semejantes condiciones era capaz de soñar de esa manera? Pronto entendí la razón.

La conversación avanzaba y el ritmo era cautivador, teníamos miedo a interrumpirla, sólo queríamos escuchar a Yisney. Hablando de las condiciones de su barrio, comentó la siguiente reflexión:

     -Mirad por la puerta. Este valle está lleno de casas, y algunas de ellas con familias más pobres que la mía. Si de pronto me toca la lotería, obviamente lo que haría sería salir a la calle y compartirla con todos mis vecinos, porque sé que es Dios quien me ha premiado con ella. Si tengo un trabajo que me da mucha plata, la compartiría con el barrio, porque no es mérito mío, es Dios quien me la da. Yo sé que lo poco que tengo me lo ha dado Dios, y acá en Santa Marta la gente no tiene muchas cosas ni vainas, por eso estamos tan apegados a Dios, porque es el Único que no nos va a fallar nunca. Yo sé que mi Dios me cuida y me quiere, por eso soy feliz. No necesito nada si le tengo a Él. Hay gente rica que se pone triste cuando se le rompe el carro o le quitan la casa, porque piensan que eso lo han conseguido ellos, y no saben que fue Dios quien se lo dio, pero yo rezo por ellos.

Diecinueve años y con esa fe aplastante. Jamás había visto semejante fuerza en cada palabra. Me lo habían repetido tantas veces: “No hay que apegarse a las cosas, hay que fiarse de Dios...” No era suficiente. Había que escuchar la convicción de Yisney en sus ideas para creerlo. Esto es lo que el mundo necesita: jóvenes enamorados de Dios, de la vida. Yo presumo de ir a Misa y hacer un rato de oración, y me muero si se pierde mi móvil. Yisney no tiene padres, dinero ni un hogar decente, y se ilusiona con descubrir Brasil, se convierten sus ojos en cristales al afirmar que Dios le ama, que es hija suya. Realmente, Yisney ha encontrado la felicidad en una miseria de barrio.

Llegué a Santa Marta con la idea de cambiar a la gente, qué inocente... Quizás tenga que ser Yisney la voluntaria y yo el pobre universitario que acude a aprender lo que es la vida, que tenga el placer de saberme hijo de Dios, y que obtenga el privilegio de conseguir ser feliz. 












miércoles, 17 de diciembre de 2014

Tragicomedia de un poeta enfurecido



Más de 100 meses llevo persiguiendo algún final
En sus orígenes el grafito pero en lo próximo alcanzaré mi premio:
Codiciado charco azul de elegante estilo
Comparaciones, aventuras, batallas, montones de batallas
Vaguería o inteligencia, pero escribo sobre escribir
¿Buena imagen? Quizás...
Para un motivo es suficiente, pero no es mi humilde honor
Un amor correspondido, una amistad compaginada, un ideal logrado, para forjar la irrealidad

Aquí me veo, una vez más, arrastrado por un puñado de versos, que ni siquiera prestaba intención de ver
Palabras que me ocultan mi deseo, con el fin de no desvelarlo jamás
Almas que destruyen cualquier alma
Vidas creadas que acaban con el creador
No son más que coincidencias de dibujos sin sentido, que lo cobran con su propia autonomía
Supuesta belleza constituida por la imaginación de los que la tienen
Absurdos nombres que reciben las frases, por el mero hecho de escapar de lo común
Incluso condiciones de semejanza en los sonidos para educar las perchas de las gafas
Siempre sellados con un garabato personalmente inventado
Eso, eso es vuestra poesía




lunes, 27 de mayo de 2013

Paradojas de la vida

-          Tío, ¿pero por qué bebes?

-          Porque me gusta.

-          ¿Y al principio también te gustaba?

-          No, pero ahora sí.

-          Ya… ¿Y por qué empezaste?

-          Pues porque te lo pasas mejor.


Y aquí es cuando dejo de entender la inteligencia humana en tantas ocasiones que he tenido conversaciones semejantes. ¿Así que bebemos para pasárnoslo mejor? Interesante.  La discusión seguiría así:


-          Bueno, ¿y qué es lo que haces bebiendo que no habrías hecho sin beber?

-          Pues no sé. Me suelto más… No soy tan tímido…

-          Vamos, que dejas de ser tú.

-          No tío, tampoco te pases.

-          ¿Por qué me paso?

-          Porque sí que soy yo, solo que más suelto.

-          Pero espera: si sigues siendo tú, ¿por qué no fuiste tú sin beber?


En este momento, los argumentos oponentes dejan de tener sentido, o simplemente se repiten en lo mismo.

Las conclusiones que saco son sencillas. Bebo para hacer cosas que no querría hacer sobrio, o por lo menos que no me atrevería. Dicho de otra forma, cuando pienso me doy cuenta de las cosas que no hay que hacer, pero bebo para hacerlas, porque en el fondo quiero. El problema de esto, es que sabemos a lo que nos exponemos en ese estado. Pero claro, “yo soy consciente de todo…” ¡Mentira! Si fuéramos conscientes no beberíamos.

Tampoco es cuestión de ponerse radicales, un vaso de vino al día es muy saludable. En realidad el alcohol no es malo, todo lo contrario, es buenísimo, pero en su justa medida, ahí está el dilema. Puedes considerarte la excepción, y sentirte orgulloso de ello.

No es cuestión de echarse flores, pero en esta sociedad tan superficial destacas incluso por creer en Dios. Qué conformistas somos…

Que absurdo es utilizar un instrumento como el alcohol, que aparentemente da placer, y lo único que hace es quitarnos la libertad.







Jacobo Vázquez Martínez-Echevarría

sábado, 2 de febrero de 2013

CROQUETA

Le veíamos ahí sentado, encapuchado con una sudadera negra y un dibujo extraño en la parte de delante. Tenía unos pantalones muy anchos que enseñaban la mitad de los calzoncillos, debido a las tallas que le sobraban. Miraba con un aire de superioridad, que le daba un aspecto peor del que aparentaba. Yo sin decir nada, me senté con él y pronto entablamos una conversación. Al parecer su mujer le había dejado, ya que le habían desahuciado. Sus dos hijos se fueron con ella. Llevaba dos meses en la calle, y tuvo la fortuna de encontrar en una basura la sudadera que tenía puesta.

Lo que más me impresionó fue la extraordinaria amenidad con que me contaba todo. No mostraba ningún sufrimiento en su rostro. Todo lo contrario, parecía tener controlada la situación. Cuando le conté a mi amigo su historia, no daba crédito de lo que oía.

Habíamos tenido esta discusión varias veces. Él defendía que estamos determinados por la sociedad, que actuamos acorde a lo que vemos. Lo peor de todo es que era verdad. Pero siempre le decía lo mismo: "Sólo porque así sea, no significa que así debe ser". Reconozco que soy incapaz de comprender que nuestros actos dependan de los de los demás. Que por ir con una sudadera negra encapuchado ya soy un gamberro. Si en cambio llevo camisa, soy un pijo. Por no hablar de la forma de peinarse. Al parecer. una persona puede ser definida sólo por su peinado. ¿Por qué? Porque vamos con la masa, no nos diferenciamos, no tenemos personalidad. Abunda el miedo al ¿qué pensarán? y ¿qué dirán? y no nos atrevemos a hacer las cosas, sólo por quedar bien. Tener personalidad, desgraciadamente no es muy común.

 Una chorrada como puede ser el título de esta entrada, te la imaginarías con un nombre filosófico y relacionado al tema como "La personalidad está pasada de moda" o "Diferénciate". Sin embargo,   he puesto este absurdo nombre con el objeto de defender la ausencia de prejuicios en cualquier tema, aceptando las seguras críticas que reciba e ignoraré con tanto entusiasmo.