Tengo 21 años y acabo de volver de un viaje al que no debería haber ido. O eso creía.
Hace unos meses estaba hablando con un amigo sobre qué iba a hacer en verano, y me propuso hacer un voluntariado en Colombia. Nunca había hecho uno, y sé que estas cosas te hacen buen currículum, así que me lancé a la aventura sin saber muy bien lo que me esperaba. Y desde luego, no era esto.
En cuanto llegué al avión comencé a sentir el vértigo que poco tenía que ver con la altura geográfica que íbamos alcanzando. Sólo veía caras nuevas. En muchos de ellos identificaba una ignorancia acerca del viaje parecida a la que yo sentía. Lo primero que observé fue que, a pesar de lo numeroso que era el grupo (180 universitarios), eran muy pocos los que se conocían entre sí. Sin embargo, en cuanto preguntabas a alguien si era del grupo y te decía que sí, enseguida había una conexión.
Conforme iba avanzando el viaje, no dejaba de sorprenderme cada cosa que veía. Todo era nuevo. Todas las mañanas las pasábamos en diferentes barrios marginales visitando a familias y jugando con los niños del barrio. No había día en el que no te contaran que el hermano o el esposo había sido asesinado, o que el padre les había abandonado o les maltrataba. Historias que te dejaban el corazón en un puño. Y yo, sólo estaba con ellos. No hacía mucho más. Al parecer, en eso consistía nuestra labor, en escuchar, acompañar y aprender. Pues lo cumplía al pie de la letra. Me quedaba escuchando con atención la vida de estas personas. De vez en cuando, sobre todo las primeras semanas, decía algún consejo que pensaba podía ayudar, pero no era gran cosa. Principalmente, acompañaba y escuchaba. Yo creo que era como mejor les podía ayudar.
Pero mi desconcierto, más allá de estos dramas matutinos que tanto me removían y animaban a actuar, era el del trato entre nosotros. Por la tarde siempre había algo que hacer. A veces íbamos a Santa Marta, o a la playa, o había revolcadero (una conversación introducida con un tema que luego se debatía), o visitábamos algún barrio con el que se había sintonizado especialmente. Y todo, desde el favor más grande hasta el detalle más insignificante, era especial. No sabría decirte por qué. Cada día aprendía varios nombres, y conocía a gente muy diferente. Y me encantaba.
Un día, me desperté antes de lo normal, y fui a la capilla antes de desayunar. Me encontré a 20 personas rezando el rosario. Yo hacía años que no lo escuchaba, pero recuerdo que en el colegio alguna vez lo habíamos rezado. En las oraciones del final, algo no encajaba. Después de cada “Santa María”, “Virgen prudentísima” y esas cosas, todos contestaban “que nos queramos más”. Llevaba tiempo sin rezarlo, sí, pero recordaba que aquella no era la respuesta. No entendía nada. Pero ellos, una y otra vez, con cada palabra que le decían a la Virgen, lo mismo: “que nos queramos más”, “que nos queramos más”.
El mes en Colombia seguía transcurriendo y yo como un niño admirado con cada persona, con cada gesto, con cada fiesta, las cuales también tuvieron algo que enseñarme. Hicimos varias fiestas, pero no fueron normales. Bailábamos, cantábamos y nos gritábamos para poder hablar entre nosotros, pero eran diferentes. Me di cuenta tarde, pero me dio que pensar el día en el que vi a un grupo de personas preparando la fiesta que después iba a disfrutar yo, entre otros. Ya era la tercera en Colombia, pero nunca me había parado a pensar quien las habría organizado. “Las cosas no se hacen, las hace alguien” pensé. Qué envidia de desinterés. Pero mi sorpresa fue mayor cuando al terminar la cena, todos nos levantamos como si lo hubiéramos acordado, y comenzamos a recoger todo para ponernos a bailar. Una tarde entera estuvo este equipo preparando las mesas, la cena, y la decoración. El tiempo que dura una canción tardamos en recoger la misma parafernalia. 180 personas con una coordinación asombrosa moviéndose de un lado para otro limpiando hasta la última esquina. Lo nunca visto. Vi a 180 personas querer.
Esa misma semana me quise fijar en las médicos del viaje. Gabi y Bea, sólo iban al voluntariado cuando les dejábamos. La mínima molestia de alguien ya era motivo para quedarse en el hotel llamando al seguro, acompañar al hospital a cualquiera que lo necesitara o simplemente tranquilizar al enfermo. Nunca se quejaban, y mucho tenías que indagar si querías llegar a enterarte de que ellas también padecían algún malestar. En el caso de Bea, una perforación en el tímpano a la que no prestaba atención para no perder tiempo que poder dedicar a los demás. Estas dos chicas me estaban demostrando lo que era querer.
Otro detalle, otro gesto, otro favor, otra sonrisa… cada signo de entrega estaba ahí, sólo había que darse cuenta. En las excursiones, varios chicos se adelantaban y llegaban los primeros para poder volver corriendo a cargar con las mochilas de los últimos. En los momentos más calurosos donde las bolsitas de agua eran muy preciadas, era frecuente ver al propietario de tan lujosa posesión repartiendo la bebida hasta quedarse sin ella, pero no sin su sonrisa sincera. Jamás veías a alguien tomarse una Coca-Cola él sólo. En las comidas, los platos flotaban de mano en mano hasta llegar al más cansado. Las colas en las paelleras, no eran para que cada uno cogiera su comida, sino para poder coger varios platos que llevar a los demás. Poco a poco iba entendiendo el significado de aquella frase: “que nos queremos más”.
Muchas veces el plan se torcía hasta límites insospechados, pero poco podía cambiar nuestra actitud. Si nos quedábamos sin agua para cocinar, dábamos gracias. Cuando, en cambio, el agua escaseaba a la hora de ducharse, la gente bromeaba con su condición desprendida de toda estética. Me atrevería a decir que las niñas estaban más guapas. En los viajes en bus, había discusiones por quedarse de pie y que se sentaran los demás. Aún recuerdo el día en que se pincharon dos ruedas consecutivamente de un mismo autobús en pleno desierto. Un grupo de chicos se metieron debajo del trasto, alegres como niños por la oportunidad de cambiar una rueda de semejante calibre. Rozaba el absurdo aquel entusiasmo.
Y con la poca perspectiva de esta semana, creo que he entendido el mensaje de aquella mañana. No he rellenado mi currículum, no me siento bien conmigo mismo, ni he calmado mi conciencia, no he hecho una buena obra ni he llenado mi vida de experiencias. Simplemente he descubierto que hay Alguien ahí arriba que está loco por nosotros, hay Alguien que en este mes se ha empeñado en nuestra felicidad, hay Alguien que nos ha enseñado y nos ha dado el regalo de que nos queramos más.